En las últimas semanas estamos asistiendo a un bochornoso estriptis político e ideológico de la socialdemocracia en general, y de manera especial de la socialdemocracia nacionalista vasca, en lo que respecta a la cuestión de la migración. En su prensa se han multiplicado los artículos explícitamente racistas, una declaración de guerra abierta a los migrantes; las respuestas, sin embargo, han sido de corte filosófico, reflexiones sosegadas en torno al racismo y llamadas desesperadas al pragmatismo, a no perder la oportunidad de ganarse a los migrantes para la causa socialdemócrata.
El resultado del debate no puede ser más alarmante: en el seno de la socialdemocracia, el racismo ocupa el eje de la política, el de la acción, mientras que el antirracismo, a lo sumo, es un llamamiento al humanismo y la reflexión; pura impotencia.
El contenido racista de las posiciones en debate es evidente. El ala abiertamente racista de la socialdemocracia no duda en señalar los problemas que, a su juicio, genera la migración: ruptura social, pérdida de identidad, peligro de extinción para las lenguas minorizadas y las naciones que las representan… Frente a lo que su ala veladamente racista, preocupada por la falta de visión pragmática de sus compatriotas -migrantes son votos-, no tiene respuesta y se sale por la tangente: el problema no son los migrantes sino la falta de Estado independiente -o, en el caso menos velado del fascismo, de Estado fuerte-. Los primeros identifican el problema -la migración-, los segundos le dan solución -el Estado-. No hay diálogo, no hay debate, no hay contraposición; ambas son posiciones complementarias.
Tampoco podía ser de otra de manera. En tanto que el mundo que defiende la socialdemocracia no se diferencia en nada del existente, de ese mundo que genera constantemente migrantes y los expulsa de todos los lugares, sus soluciones tampoco pueden distar de aquellas que están disponibles en el catálogo de lo posible. Todas pasan por políticas de Estado, y políticas racistas que instrumentalizan al migrante en favor de sus intereses; pues toda política burguesa es instrumentalización -representatividad en sus propias palabras-, pero esa instrumentalización adquiere un cariz diferente según cuál sea el objeto de la política. Y cuando hablamos de migrantes -y nótese que no se identifica como tal al blanco europeo con estudios universitarios-, las políticas de instrumentalización o representatividad burguesa solo pueden ser racistas: aceptar derechos formales al migrante, en tanto que es migrante, para que siga siendo migrante; esto es, una persona socialmente excluida.
Y es que, como en otras tantas cuestiones, para la socialdemocracia el racismo es una cuestión de ideología, y si adquiere algún viso de estructura de poder, esa solo se relaciona con el gobierno de turno o las relaciones intersubjetivas abstractas e individuales entre personas diferentes. La misión histórica de la socialdemocracia trata de des-sustantivar las relaciones de poder, convertirlas en puntos de vista o políticas de mayorías abstractas, para hacerse a sí misma indispensable, como pegamento social.
Sin embargo, el pegamento de lo social, en una sociedad fragmentada como la capitalista, donde el nexo social -el capital- está en crisis, es necesariamente una respuesta ideológica. El racismo como ideología solo aparece como reacción impotente a una realidad que necesariamente expresa su fragmentación en esa forma ideologizada, pues no tiene otra forma de expresión unitaria, ya que carece del fundamento organizativo que la posibilita. Por ello, la respuesta no puede ser simplemente ideológica. Tampoco se trata de hacer políticas instrumentales para atraer el apoyo de los migrantes. El objetivo es articular una nueva organización social dónde la integración no signifique subordinación, y la unidad no se abra paso en el conflicto y la confrontación.