Vladímir Putin ha consolidado su lugar en la historia moderna de Rusia, cumpliendo 25 años en el poder. Su ascenso comenzó en 1999, cuando Borís Yeltsin, debilitado políticamente, lo nombró primer ministro. A finales de ese año, Yeltsin sorprendió al mundo al dimitir, entregando la presidencia interina a Putin, un desconocido exfuncionario de la KGB. Este paso marcó el inicio de un liderazgo que ha redefinido el panorama político, económico y militar de Rusia. Desde entonces, Putin ha desempeñado roles clave como presidente o primer ministro, acumulando más tiempo en el poder que cualquier otro líder de Moscú desde Iósif Stalin.
Uno de los primeros desafíos de Putin fue la Segunda Guerra de Chechenia, un conflicto que moldeó su imagen de líder fuerte y decidido dentro del país. Bajo su mandato, Rusia llevó a cabo una campaña militar que resultó en la consolidación del control de Moscú sobre Chechenia, con episodios como la crisis de rehenes del teatro Dubrovka de Moscú y la consolidación del polémico Ramzán Kadírov como líder local de la región caucásica.
A nivel interno, Putin capitalizó el auge de los precios del petróleo en la década de 2000 para revitalizar la economía rusa, reduciendo significativamente la pobreza producida por la caída de la URSS y aumentando el nivel de vida. Según declara el director del Centro Levada Denis Volkov a RTVE, en 1999, el 80% de los rusos solo podía permitirse comprar comida, mientras que en la actualidad esa cifra ha bajado al 15%. Sin embargo, este crecimiento se ha visto acompañado de una creciente desigualdad y la concentración de riqueza en manos de la élite vinculada al Kremlin.
La política exterior de Putin ha evolucionado de una cooperación abierta con Occidente a una confrontación directa. A inicios de su mandato, Putin buscó relaciones cordiales con líderes occidentales como George W. Bush y Tony Blair. No obstante, la expansión de la OTAN hacia el este de Europa, las intervenciones occidentales en Irak y Libia y la rusa en Georgia, entre otros factores, contribuyeron a una creciente desconfianza mutua. La anexión de Crimea en 2014 y la intervención militar en Siria consolidaron la imagen de Putin en Occidente como “un estratega dispuesto a desafiar el orden internacional liderado por Estados Unidos”. La guerra de Ucrania en 2022 marcó un punto de no retorno, provocando sanciones económicas sin precedentes y la ruptura de relaciones diplomáticas de Occidente con Rusia, pero no su aislamiento internacional total.
En el ámbito interno, Putin ha intensificado el control sobre los medios de comunicación y ha apartado a opositores de distinto color. Las pocos líderes opositores que han destacado, como Alexéi Navalni y Borís Nemtsov, han enfrentado la cárcel, el exilio o, en casos extremos, la muerte. Más allá de los políticos profesionales, el Kremlin también ha reprimido a militantes y activistas de todo tipo, desde sectores claramente pro-occidentales hasta anarquistas y antifascistas. Sin embargo, la oposición interna no ha supuesto supuesto un desafío serio para el Kremlin por ahora. Al mismo tiempo, la propaganda estatal ha fomentado una narrativa de “unidad nacional” en torno al presidente, lo que ha contribuido a mantener altos niveles de popularidad, incluso durante periodos de crisis como la guerra de Ucrania.
De cara al futuro, expertos especulan sobre que Putin podría permanecer en el poder hasta 2036, según las reformas constitucionales aprobadas en 2020. A pesar de los desafíos internos y externos, su capacidad para adaptarse a las circunstancias y consolidar su control sigue siendo un factor determinante en la estabilidad de la Federación Rusa. La Rusia de Putin se enfrenta a una encrucijada, con un equilibrio frágil entre la estabilidad económica, disputas políticas internas y tensiones geopolíticas. Sin embargo, lo que es indiscutible es que Vladímir Putin ha dejado una marca indeleble en la historia contemporánea, y su legado seguirá influyendo en la política global durante años.