Desde el inicio de la guerra en 2011, Siria ha enfrentado graves dificultades económicas, agravadas por sanciones internacionales impuestas por EEUU, la Unión Europea y países árabes. Estas restricciones, endurecidas con la Ley César en 2020, han limitado drásticamente la producción y exportación de petróleo y gas, sectores vitales para la economía siria. Antes de la guerra, el país producía alrededor de 400.000 barriles de petróleo diarios, una cifra que ha caído a 20.000 barriles en la actualidad, mientras que la demanda interna ronda los 160.000 barriles diarios, según indica el centro de investigación israelí Alma.
Tras la caída de Assad, el nuevo gobierno sirio encabezado por los herederos de Al Qaeda, Hayat Tahrir al-Sham (HTS), ha iniciado contactos con Occidente y los países del Golfo para buscar apoyo en la reconstrucción del sector energético. Las nuevas autoridades consideran que el levantamiento de sanciones será clave para importar combustible y petróleo, rehabilitar refinerías y restaurar infraestructuras.
Irán, que había sido uno de los principales proveedores de crudo durante el conflicto, ha reducido su apoyo, lo que ha provocado una disminución de la actividad en las refinerías de Banias y Homs. Este vacío podría ser cubierto por países como Arabia Saudí y Qatar, que han mostrado interés en suministrar petróleo a la nueva Siria, mientras que Turquía ha enviado delegaciones para evaluar la red eléctrica y las necesidades energéticas del país.
El futuro de Siria depende en gran medida de su capacidad para atraer inversiones internacionales, para ello, se alejará de la influencia de Irán y Rusia, aunque está por ver en qué medida podrá hacerlo. El regreso de embajadas extranjeras a Damasco y la reanudación de relaciones con naciones árabes muestran una posible apertura hacia nuevas alianzas. No obstante, la reconstrucción llevará años y requerirá la coordinación de múltiples actores internacionales, con implicaciones políticas significativas en una región marcada por la inestabilidad.