Tragicomedia Ábalos

Existen, como todo el mundo sabe, árboles que no dejan ver el bosque. Sucede con Trump y su corte de bufones, donde la estructura del imperialismo americano queda difuminada bajo el inacabable vodevil de payasadas y los intereses de la oligarquía acaban apareciendo como apetencias del comediante en jefe. Y sucede también, desde luego, con José Luis Ábalos. Si en Errejón, según confesión propia, el personaje se comió a la persona –signifique esto lo que signifique– en Ábalos la persona ha resultado ser tal personaje que cuesta recordar que tras el tipo de las amantes a sueldo del Estado y la voz que condensa litros de alquitrán se esconde quien era hace dos días el todopoderoso secretario de Organización del PSOE, ministro de Transportes y hombre de confianza del presidente del Gobierno.

Vamos con otro símil: hay un chiste austríaco en el que un comandante telefonea a otro durante la Primera Guerra Mundial para informarle de que “la situación aquí es seria, pero no es trágica”. A lo que el segundo comandante responde: “aquí sucede al revés: la situación es trágica pero no es seria”. Algo parecido podría decirse de la filtración de los mensajes entre Sánchez y el malogrado exministro, con quien la derecha española comparte la capacidad de convertir todo lo que toca en parodia. Pero a pesar de la inanidad de los mensajes en sí mismos, el caso y todo lo que encierra no deja de tener implicaciones importantes.

La primera es que en el caso Ábalos estamos ante lo que fue una imponente trama corrupta en las más altas esferas del PSOE y el Estado. Como bien se sabía y los mensajes traslucen ampliamente, Ábalos era lo que se conoce como un fontanero: un hombre del aparato del partido, capaz de desatascar cualquier tubería interna y arreglar sin escándalo las averías y derrames. Los tipos así son muy apreciados en esa pecera llena de tiburones que es la política profesional: hacen, por decirlo rápido, el trabajo sucio, y suelen pedir algo a cambio. En este caso, los trapicheos del exministro y su lugarteniente Koldo, el aizkolari con maneras de gángster, se extendían en toda una red de contratos fraudulentos, tráfico de influencias y contrataciones irregulares, incluyendo como segundas espadas al escurridizo “facilitador” Víctor Aldama, empresario y expresidente del Zamora (condecorado por la Guardia Civil) y a Isabel Pardo de Vera, exsecretaria de Estado de Transportes. Todo apunta a que pronto se conocerá la implicación de nuevos cargos del PSOE.

La segunda es un derivado de lo anterior: la corrupción es parte integral de la forma capitalista de gobierno, sea en su forma autocrática o liberal. Los sobornos a políticos y burócratas, la prevaricación de los jueces, la intromisión de los intereses de empresarios particulares en las políticas públicas, las mordidas policiales y un largo etcétera no son “manzanas podridas” que corrompan el cuerpo sano del Estado liberal, sino una de sus piezas constitutivas. La corrupción es un derivado inevitable de la acumulación de poder y riqueza que trae consigo la división de clases capitalista. Que el Estado sirva ya a los intereses generales de tu clase es sin duda un consuelo, pero si uno puede rascar más para el propio bolsillo nunca está de más intentarlo. Del mismo modo, siempre habrá quienes aprovechen los amplios márgenes que concede una política profesional estrictamente ubicada por encima de las masas para engordar sus cuentas bancarias algo más de lo legalmente permitido.

Sin embargo, con la corrupción reina, en el seno de la política profesional y sus medios asociados, lo que Ferlosio llamara “la moral del pedo”. La ajena repugna, la propia es tolerable e incluso risible. También impera aquello de Sartre y el infierno: la corrupción siempre son los otros. Basta ver cómo las tramas del PSOE convierten a los dirigentes de Sumar e incluso Podemos, antaño azotes incendiarios de los tejemanejes del PP, en dóciles corderos que a lo sumo te piden una comisión parlamentaria. Por no hablar, claro, de la bancada del propio PSOE –la misma desde la que el propio Ábalos, rebosante de probidad, justificó en 2018 la moción de censura al gobierno de Rajoy en base a la intolerable corrupción de su partido– que oscila entre el “y tú más” y la súbita conversión de Ábalos –antes jefe, compañero, amigo– en “ese señor del que usted me habla”.

En los sistemas liberal-parlamentarios el capital gobierna, entre otras cuestiones, por medio del juego turnista entre dos bloques políticos aparentemente enfrentados. Cada uno instaura donde bien puede sus feudos y corruptelas, con amplios tentáculos extendiéndose hasta los últimos rincones de la sociedad civil, y pastorean cuando es necesario, en forma de socios de coalición presentes o futuros, a los partidos de las clases medias radicalizadas (que sueñan lejanamente con sustituirles). El juego de sombras entre bloques sirve para oscurecer sus miserias comunes… y aquí paz y después gloria. Al Estado burgués, estructuralmente corrupto, lo único que le corresponde es ser barrido por la historia.