En la madrugada del 16 de julio, la fuerza aérea israelí llevó a cabo una serie de bombardeos contra objetivos estratégicos en pleno centro de Damasco. Los ataques se dirigieron específicamente contra el Ministerio de Defensa sirio, instalaciones del mando militar y las inmediaciones del palacio presidencial. El Ministerio de Sanidad sirio informó que los bombardeos causaron al menos tres fallecidos y más de treinta heridos, cifras citadas por medios como NPR, CNN y Al Jazeera.
Según declaraciones públicas del ministro de Defensa de Israel, Israel Katz, recogidas por las mismas fuentes, estos ataques constituirían “una respuesta directa a los combates registrados en la provincia de Suwayda”, donde fuerzas del nuevo gobierno sirio encabezado por el exlider de la filial de Al Qaeda en Siria, Muhammad Al Jolani, se enfrentan a milicias drusas.
Katz afirmaba públicamente que “las dolorosas represalias han comenzado”, y que el Estado de Israel actuará para impedir que el ejército sirio continúe sus operaciones militares contra la minoría drusa en el sur del país; ataques que, por su parte, han sido ampliamente corroborados. La entidad sionista, que no suele necesitar demasiadas justificaciones para atacar países de Oriente Medio, sostiene que estas intervenciones buscan “proteger” a dicha colectividad, tradicionalmente vista por el Estado de Israel como una potencial aliada en la región.
El régimen de Al Jolani denunció que los bombardeos buscan “socavar la estabilidad y fragmentar Siria”, exhortando a los países del mundo a condenar la agresión. Mientras tanto, la Casa Blanca y la Secretaría de Estado estadounidense, al igual que varias potencias regionales y mundiales, han trasladado su “preocupación” y aseguran que están mediando para “evitar una mayor escalada militar”.
Las Naciones Unidas, por su parte, han convocado una reunión urgente del Consejo de Seguridad para abordar la crisis, que se produce en medio de un repunte de violencia sectaria en el sur de Siria y enfrentamientos entre comunidades drusas, tribus beduinas locales y el ejército sirio.
Numerosos analistas ya han advertido en los últimos años que una caída abrupta de la República Árabe Siria presidida por Bashar Al-Assad y la imposición de un gobierno títere de potencias extranjeras o facciones de inspiración salafista probablemente desembocaría en episodios de fuerte tensión sectaria y luchas internas como las que se están viendo hoy en Siria.
Estas advertencias han sido documentadas en publicaciones especializadas y foros internacionales desde el inicio de la guerra en 2011, subrayando los riesgos de desestabilización profunda como las que se han experimentado en Irak, Libia y en la misma Siria, donde las poblaciones se ven seriamente amenazadas en un vacío de poder.
Sin embargo, estos avisos han sido sistemáticamente ignorados por los dirigentes occidentales y sus aliados locales, que han seguido financiando diferentes grupos armados fundamentalistas y mercenarios. Ahora que estas facciones han llegado al poder, EE.UU. y Europa están incurriendo en un creciente blanqueo, pese a las denuncias de ataques contra las minorías por parte del nuevo gobierno de Damasco.
Patio trasero
El Estado de Israel también tiene interés en una Siria desmembrada, ya que busca asegurar su ventaja estratégica en la región y prevenir la consolidación de cualquier gobierno sirio —ya sea aliado de Irán o controlado por facciones hostiles— cerca de su frontera norte. Su prioridad real, por tanto, no es la protección de la minoría drusa, sino mantener desestabilizada Siria para impedir la reconstrucción de un adversario fuerte y unificado, evitar la presencia militar iraní y de Hezbollah en el sur sirio, al tiempo que conserva el control de los Altos del Golán ocupados desde 1967.
Bombardeando infraestructuras clave y aprovechando el caos interno, el Estado de Israel debilita estructuras estatales y rivales potenciales, enviando un mensaje de poder a actores regionales y refuerza su margen de maniobra tanto frente a Siria como frente a Teherán, su mayor enemigo.