En un golpe demoledor a la fachada de "invulnerabilidad digital" de la que tanto presume la Unión Europea, una investigación conjunta de L’Echo, Le Monde, BNR y Netzpolitik.org ha destapado el escandaloso comercio de datos geolocalizados de millones de belgas, incluyendo altos cargos de la UE y personal de la OTAN. Lo que se vende como "anónimo" bajo el manto de la GDPR (Reglamento General de Protección de Datos) resulta ser un catálogo de identidades al descubierto: rutinas diarias, trayectos al trabajo, visitas al gimnasio o recogidas escolares de niños. 

Periodistas infiltrados, haciéndose pasar por empresas de marketing, accedieron a muestras de 278 millones de señales de localización de 2,6 millones de dispositivos en Bélgica, abarcando semanas de 2024 y 2025. El resultado: al menos cinco perfiles de trabajadores de la UE identificados con nombre y apellido, tres de ellos en puestos de alta responsabilidad, cuyas vidas privadas se convierten en un mapa público por unos pocos miles de dólares. 

El núcleo del problema radica en la ilusión de anonimato: identificadores únicos de dispositivos, combinados con datos de una docena de apps, permiten reidentificar usuarios con una precisión quirúrgica, como advierte un experto de la firma belga Nviso. En el dataset analizado, 2.000 pings (señales) provienen del Berlaymont, sede de la Comisión Europea, de 264 aparatos distintos; 5.800 del Parlamento Europeo, de 756 dispositivos; y nada menos que 9.600 de la sede de la OTAN, rastreados por 543 móviles. Resultado: Oficinas específicas mapeadas, bases militares belgas expuestas, todo accesible por 24.000 a 60.000 dólares anuales, cubriendo hasta 700.000 teléfonos diarios.

Técnicamente la venta de esta información es legal, gracias a consentimientos opacos enterrados en políticas de apps. La GDPR, ese supuesto escudo blindado, se revela como papel mojado cuando 756 aplicaciones Android acceden a geolocalizaciones precisas sin ni siquiera mencionarlo en sus secciones de seguridad, según el análisis de Netzpolitik.org. 

La respuesta oficial destila nerviosismo y tibieza, un reflejo perfecto de la parálisis burocrática que azota a Bruselas. La Comisión Europea, pillada 'con las manos en la masa', califica los hallazgos de "preocupantes" y ha emitido guías apresuradas sobre configuraciones anti-tracking en dispositivos profesionales y privados, extendiéndolas a otras entidades de la UE. Portavoces de la OTAN balbucean que son "plenamente conscientes" de los riesgos y que han implementado "pasos" para contrarrestarlos, pero sin detalles concretos. Dos de los altos cargos identificados confirmaron que los datos coinciden con sus domicilios y desplazamientos, mientras otros ignoraron las consultas periodísticas. 

El doble rasero de Bruselas

En un giro que expone aún más la doble moral de la Unión Europea, mientras se escandaliza por la venta de datos geolocalizados que vulneran su propia "invulnerabilidad digital", la UE ha revivido en silencio su controvertido plan Chat Control para la inspección masiva y obligatoria de todas las comunicaciones privadas electrónicas.

Esta iniciativa, archivada durante más de tres años por la resistencia de varios Estados miembros, ha sido rescatada bajo la presidencia danesa del Consejo de la UE, con un nuevo borrador que elimina cualquier concesión previa, como el escaneo "voluntario" o la exclusión de comunicaciones cifradas. 

El plan implica un "escaneo desde el cliente" que obliga a las plataformas a inspeccionar cada mensaje enviado, incluso los protegidos por cifrado de etxremo a extremo, socavando de un plumazo los principios de privacidad que la misma UE presume defender a través del RGPD. Es la hipocresía hecha norma: mientras la Comisión emite guías "anti-tracking" para sus funcionarios tras el escándalo de geolocalización, impulsa un sistema que expondría las conversaciones íntimas de todos los europeos a escrutinio sistemático.

El RGPD, ese "escudo blindado" que ahora se revela como papel mojado en la venta de datos, se desmoronaría por completo ante esta vigilancia orwelliana. La UE, con su parálisis burocrática y su nerviosismo oficial, parece inclinarse por lo segundo, convirtiendo a sus ciudadanos en blancos fáciles no solo para hackers, sino para sus propios reguladores.