Ante la catástrofe sucedida en Valencia, en los primeros días quizá haya predominado una pregunta en las cabezas de quienes lo han vivido en primera o en tercera persona: «¿Cómo es posible que haya pasado algo así?». Y claro, quién no se lo preguntaría. «En pleno 2024», dicen algunos, «cuando un fenómeno así es previsible, ¿cómo ha podido pasar?».
Tal vez las respuestas hayan ido clarificándose con los días. El fondo es claro: vivimos en un sistema en el que las vidas de la clase trabajadora sólo cuentan como una variable más en una balanza donde también entran los beneficios de los empresarios. Somos un mero factor en un cómputo de riesgos, en el que diferentes actores tienen diferentes intereses, y cuyo objetivo primordial es que la rueda siga girando.
Esto es lo que explica que la gestión criminal del gobierno de Mazón no sea una mera excepción causada por la simple incompetencia, sino la tónica general demostrada por todos los representantes del Estado y la patronal en los días previos y siguientes. Todavía había gente encerrada viva en sus coches, y los políticos de izquierda y derecha ya demostraban estar más preocupados por sus intereses partidistas, por escurrir el bulto y tirarse la pelota unos a otros, que por atender a las víctimas y paliar el desastre. Pero más de doscientos muertos no pueden esconderse con juegos de manos. El descrédito es generalizado, hay un claro descontento social que, ante la falta de agentes que señalen con contundencia a todos los culpables y que pongan sobre la mesa una propuesta coherente, se convierte en un sentimiento antipolítico o se canaliza a través de los relatos de extrema derecha.
Y, mientras, la DANA seguía cebándose con otros territorios y causando inundaciones, y los empresarios seguían llamando a filas a sus trabajadores tanto como el primer día, obligándoles a arriesgar su vida para no comprometer los beneficios. Por su parte, el Estado priorizaba perseguir a quienes buscaban agua entre los escombros de un supermercado inundado, porque, si algo debe seguir intacto después de esto, es la propiedad privada.
La oleada de voluntarios, si bien señala a la potencialidad latente en la clase trabajadora, también evidencia nuestra impotencia actual. Mucho trabajo por hacer, y la maquinaria y los recursos que nos permitirían hacerlo están secuestrados por los responsables de la catástrofe, que siguen contando las ganancias o calculando su próximo paso público en número de votos.
Esta barbaridad exige una respuesta política. No podemos limitarnos a blandir escobas y esperar a que la siguiente nos pille en las mismas circunstancias. Urge paliar el desastre, pero es necesario construir las condiciones para que esto no sea sino un recuerdo terrible de un mundo irracional y decadente que la humanidad dejó atrás. Hoy tenemos la responsabilidad de construir una alternativa real al juego de máscaras de la política parlamentaria. Para que algo así no pueda volver a pasar. Convirtamos la rabia en organización revolucionaria de la clase trabajadora.