8M: Nos han contado mal la historia

Recuerdo cuando en secundaria los profesores nos hablaban sobre el origen del 8 de marzo. Contaban la historia de las 140 mujeres trabajadoras que murieron en el incendio de una fábrica de camisas en Nueva York. Por lo tanto, el origen del “Día Internacional de la Mujer” se situaba en Estados Unidos y su declaración oficial vendría de la mano de la ONU en 1975. Nada más lejos de la realidad; ni Estados Unidos, ni ONU, ni “día de la mujer”. Fue en 1910, en la Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas celebrada en Copenhague (creada en 1907 y que agrupaba a las mujeres de la Segunda Internacional) en la que, a propuesta de Clara Zetkin, se decidió por unanimidad celebrar el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. En 1917 se celebró en Rusia el 22 de febrero, día en el que comenzó la revolución de febrero, y mas tarde, con el cambio de calendario, los soviéticos deciden establecer el 8 de marzo como día de la mujer trabajadora. De la mano de las agrupaciones socialistas el día fue extendiéndose a diferentes países. El adjetivo “trabajadora” se lo quitó la ONU en 1972 y en Estados Unidos no se celebró oficialmente hasta 1992. La historia inocua no es historia, por ende, el olvido o la reelaboración del origen de una fecha como esta es un buen ejemplo del revisionismo al que la historia del movimiento obrero ha sido sometida. El feminismo de las élites, una vez institucionalizado, ha construido un relato que trata de presentarnos la historia de la emancipación de la mujer como algo opuesto a la historia de la emancipación obrera. El siglo XIX y buena parte del XX serían testigos de la naturaleza conflictiva entre género y clase. Esta visión no sólo es falaz en términos históricos, sino que es políticamente nociva.

En primer lugar, digo que es falaz en términos históricos porque un pequeño vistazo a la historia de los dos últimos siglos basta para darse cuenta de que algunos de los avances más importantes para la cuestión de la mujer trabajadora han venido de la mano de experiencias y debates históricos dentro del movimiento proletario. Por supuesto, no se trata de una historia carente de contradicciones, de avances y retrocesos (como la de todos los procesos históricos de cambio), pero ello no es óbice para dejar de reivindicar el extenso legado del movimiento socialista en lo que a las mujeres trabajadoras se refiere. Si la construcción de un frente de mujeres socialistas contra la dominación de género y por la constitución de la mujer obrera en sujeto político activo en favor del socialismo, no hubiera sido una tarea de la que el movimiento proletario se hiciera cargo, cómo se explican entonces sus tempranas aportaciones a la cuestión de la mujer obrera en el capitalismo. Cómo explicar que mucho antes de que Simone de Beauvoir escribiera El segundo sexo, August Bebel primero o Engels después ya habían publicado sendas aportaciones a la crítica de la familia o la sexualidad. Si el socialismo no hubiera sido un elemento politizador de primer orden entre las mujeres, cómo se explica la emergencia de líderes comunistas (no dedicadas exclusivamente a tareas del frente de mujeres) tan destacadas como Rosa Luxemburgo, Klara Zetkin, Aleksandra Kolontái o Dolores Ibárruri. Cómo se explica que una “ola feminista” antes de que la Dama de Hierro Margaret Thatcher pudiera ser reivindicada como la más célebre primera ministra mujer, en 1969 Sirimavo Bandaranaike, miembro del partido socialista no alineado Sri Lanka Freedom Party, fuera elegida la primera primera ministra mujer en todo el mundo; dónde y en la actual Sri Lanka. Cómo explicar que los primeros partidos que hicieron suyas las reivindicaciones por los derechos laborales, políticos y civiles de las mujeres fueran los partidos socialistas, y que el primer gobierno en aplicar algunas de las medidas más progresistas (derecho al divorcio igualitario, legalización del aborto, criminalización de la violación marital…) fuera el bolchevique. Por otro lado, el papel protagónico que han tenido las mujeres trabajadoras en las sucesivas revoluciones da buena cuenta de su potencial político emancipador, como sujetos doblemente oprimidos: el papel de las mujeres en las llamadas Marchas de Octubre, protestas por la escasez de harina que desencadenaron en la Revolución Francesa; la participación indispensable de las mujeres tras las barricadas en las revoluciones de 1848; o las protestas de las obreras de las fábricas textiles de Petrogrado que dieron comienzo a la Revolución de Febrero.

Pero, como sabemos, esos ciclos revolucionarios no fueron capaces de superar la organización social que nos explota y oprime. Frente a ello, el feminismo burgués no tardó en declarar la muerte política del proyecto de emancipación universal; la “mujer” debía emanciparse por medios propios, como sujeto interclasista unitario. Se produce así, junto con el debilitamiento de las opciones socialistas, el divorcio cultural y político entre la lucha por la emancipación de la mujer trabajadora y la revolución socialista. Tras “cuatro olas feministas” creo que estamos en disposición de decir que la premisa que introdujo el feminismo burgués era falsa: no hay contradicción entre emancipación de la mujer trabajadora y emancipación de clase, y el proyecto feminista que abogó por construir un sujeto político de género desligado de la lucha de clases, acabó por convertirse en muleta necesaria del reformismo y su transformación llegó no más lejos de lo que la dominación de clase permitía. Así, este movimiento se identificó con la defensa prioritaria de las problemáticas que acuciaban a las mujeres más acomodadas (techo de cristal, políticas relacionadas con la identidad y la representación…) relegando, sistemáticamente, las condiciones de vida de la mayoría de las mujeres a un segundo plano.

El 8 de marzo las mujeres socialistas tenemos un legado histórico que reivindicar, no como la mera conmemoración folklórica de un pasado disecado y dogmatizado, sino como testigo del proceso, inconcluso pero vehemente, que nos recuerda aquel axioma por el que nos reconocemos en esta lucha: No hay emancipación de la mujer trabajadora sin revolución socialista, pero, tampoco hay revolución socialista sin la emancipación de la mujer trabajadora. Las mujeres trabajadoras debemos estar en la primera línea de esta lucha, no sólo porque el proyecto de una sociedad comunista contiene las premisas necesarias para acabar con nuestra dominación y explotación, sino porque sin nosotras, no hay emancipación posible.