En el Estado español, el trabajo a distancia no solo ha llegado para quedarse: se ha transformado en una de las principales formas de reorganización de la jornada laboral impuesta tras la pandemia. Según los últimos datos disponibles, más de 3,3 millones de trabajadores realizan algún tipo de teletrabajo, de los cuales 2,3 millones son asalariados, un aumento del 233% respecto a 2019.
Sin embargo, lejos de representar una conquista social de la clase obrera, este crecimiento ha promovido un nuevo escenario de segmentación y desigualdad laboral, especialmente a través de la llamada jornada híbrida, donde se combinan días presenciales y días desde casa, muchas veces articulados sin derechos ni regulación efectiva.
El auge de este modelo viene condicionado, en parte, por la falta de control institucional sobre su implantación. En lugar de regularse mediante lucha sindical, como correspondería a un cambio en las condiciones de trabajo asalariado, las decisiones sobre teletrabajo recaen en manos de la patronal.
Así lo confirma un informe reciente de Eurofound, organismo europeo que alerta de la “falta de garantías y consultas democráticas en el despliegue del trabajo híbrido”. El estudio detalla casos de empresas que limitan artificialmente la jornada remota a menos del 30% para evitar compensaciones, mientras descargan todos los costes sobre el trabajador.
Aunque algunos convenios colectivos se han registrado algunos avances parciales en la regulación del teletrabajo —especialmente en el sector público—, persisten problemas generalizados: falta de derecho a la desconexión, horarios desiguales, ausencia de compensación por gastos en luz, internet o equipos, y una creciente desocialización del entorno laboral.
Mientras tanto, las empresas aprovechan el llamado “modelo híbrido” no para mejorar la calidad de vida de la clase trabajadora, sino para reducir costes estructurales, aumentar la disponibilidad horaria de la plantilla y eludir reformas sobre el tiempo de trabajo o la digitalización con derechos. Por lo tanto, lo que se impone es un modelo de “flexibilidad” desigual, flexible para el empresario y rígido para el trabajador, cargado de precariedad oculta.