Una vez más, como cada 11 de noviembre desde hace 17 años, salimos a la calle en Madrid para honrar la memoria de Carlos Palomino, el militante antifascista que con tan solo 16 años fue asesinado a manos de un exmilitar neonazi cuando se dirigía a intentar frenar una manifestación convocada por el partido de ultraderecha Democracia Nacional en el barrio obrero de Usera. La manifestación había sido autorizada por la Delegación de Gobierno del PSOE en Madrid, que permitía a los fascistas esparcir su odio mientras criminalizaba la militancia antifascista.
Dos días después recordamos también a Lucrecia Pérez, una trabajadora doméstica dominicana a la que una banda neonazi le arrebató la vida el 13 de noviembre de 1992 en el madrileño barrio de Aravaca, tan solo un mes y tres días después de su llegada a España. El asesinato estuvo precedido por semanas de hostigamiento contra la comunidad inmigrante del barrio: protestas de vecinos, un panfleto anónimo que llamaba a la acción directa contra los extranjeros, pintadas racistas contra la inmigración y acoso policial.
Noviembre en Madrid es un mes para mantener viva su memoria y reivindicar la necesidad de seguir luchando contra el fascismo. Pero si queremos que recordar a las víctimas y a quienes lucharon antes que nosotras sirva de algo, debemos mirar al presente a la cara: en muy poco tiempo hemos visto pogromos racistas en Reino Unido, la victoria de Trump en las elecciones de EEUU, el rédito que ha sacado la ultraderecha de la tragedia valenciana, la manifestación de Núcleo Nacional que convocaba hace escasos días a 2000 personas en Madrid y agresiones fascistas contra militantes de organizaciones de izquierdas en distintas ciudades del Estado.
Ante este panorama, la izquierda institucional nos habla del auge reaccionario como si no tuviera causas estructurales: nos dice que de repente ha aparecido un monstruo que amenaza el orden y que la solución pasa por la unidad antifascista para defenderlo, como si los reaccionarios de hoy no fueran un producto de ese mismo orden social y político al que esa izquierda está atado. Y al mismo tiempo que intentan hacernos creer que se trata de una amenaza externa, vemos cómo en el centro imperialista los socialdemócratas y los liberales tienden puentes con la ultraderecha aquí y allá ―desde Alemania a EEUU pasando por Francia o Reino Unido―, pactando con ellos y elogiando o tratando de aplicar sus medidas antiinmigración.
Mientras tanto, en un vergonzoso ejercicio de cinismo la izquierda institucional nos habla como si la cosa no fuera con ella, a pesar de ser una pieza clave del engranaje: esos “monstruos” de los que hablan se alimentan también del fracaso de la vía reformista para dar respuesta a la crisis. Un fracaso que estaba inscrito de antemano en su lealtad al mismo orden político y económico que había creado la crisis y que ha permitido que la ultraderecha presente la salida autoritaria a la crisis como la única “alternativa”.
Se vienen tiempos oscuros en los que el deber de los comunistas es permanecer en primera línea contra el auge reaccionario, proponiendo una política independiente que confronte a toda la clase capitalista y sus partidos leales ―porque nuestra política no puede consistir en aliarnos con los capitalistas que parezcan menos malos― e impulsando organizaciones amplias y unitarias de autodefensa para hacer frente a la violencia callejera. Si el auge reaccionario está adquiriendo un carácter de masas, hace falta que la autodefensa también lo tenga. No nos basta con pequeñas herramientas descentralizadas ni con que cada organización tenga sus propios medios: necesitamos un frente unificado de las organizaciones obreras, bien centralizado y capaz de desplegar rápidamente una movilización masiva que acompañe a los grupos más decididos y profesionalizados. Como decía el vídeo de homenaje a Carlos de este año: queda vida aún. Y habrá que dar batalla.