En una entrevista reciente con el muy asqueroso Elon Musk, la muy asquerosa Alice Weidel, líder del partido ultraderechista Alternativa por Alemania, trató de crear una gruesa cortina de humo entre su partido y el nazismo –con el que tiene vínculos probados—exclamando sin pudor que “Hitler era comunista”. Cómo no, la ocurrencia de Weidel, nieta de un juez nazi, fascinó al insuperablemente asqueroso Musk, que corrió a alabarla y poco después la citó en su plataforma personal, por nombre X, añadiendo “True”.
La nueva ultraderecha quiere que los comunistas carguemos con el peso inmundo del legado del nazismo para así poder seguir practicando infamias que parecen buscar la aprobación del infame cabo austríaco –el mismo que quiso ser el mayor enemigo del comunismo, que masacró a los comunistas de su país y media Europa y se voló gloriosamente la tapa de sus sesos podridos ante el avance del Ejército Rojo.
En realidad, la estupidez de Weidel no es del todo nueva: la (ultra)derecha lleva décadas difundiendo esporádicamente la idea de que Hitler era socialista, como aparentemente indica el nombre de su partido: Nacionalsocialista. Las mentes prodigiosamente literales para quienes esto cuenta como argumento posiblemente estén más allá de toda salvación, pero aun así no está de más recordar un par de cuestiones históricas (más allá del punto lingüístico según el cual por una lógica similar uno podría vivir dentro de una carcasa, las almohadas tienen poderes mágicos y los calamares son grandes superficies de agua).
En primer lugar, el nacional-socialismo se concibió abiertamente como algo compatible con el orden capitalista y explícitamente opuesto al socialismo marxista, necesariamente internacionalista, que asociaba con los judíos. El motivo por el cual tomó el nombre de socialista no era otro que buscar la confusión, dado el inmenso prestigio del socialismo tras el final de la Primera Guerra Mundial y el comprensible desprestigio de un capitalismo que había llevado a la humanidad a una catástrofe sin precedentes. A lo largo de su carrera política, Hitler insistió repetidamente en su fe insobornable en el capitalismo, del cual emanaba el darwinismo social del que era devoto creyente, y la propiedad privada. Fue el hombre que prometió al capital alemán reestablecer el orden burgués, amenazado por el marxismo y la democracia de masas, y desde muy pronto recabó el apoyo de importantes capitalistas –lo cual no haría sino aumentar a medida que su partido ganaba apoyos—hasta que finalmente las clases dominantes alemanas decidieron entregarle el poder.
Bajo el régimen nazi, el gran capital alemán consiguió ganancias extraordinarias, beneficiándose del aniquilamiento del movimiento obrero, el flujo de trabajo esclavo y la expansión económica vinculada al gasto militar. Todas las “nacionalizaciones” acometidas por Hitler se explican por el esfuerzo bélico o la expropiación a los judíos –en este caso, habitualmente para repartirlo entre capitalistas alemanes—y se mueven dentro de lo estándar en cualquier régimen de guerra burgués, sea gobernado por liberales, conservadores, etc.
El nazismo no es una “tercera posición” entre liberalismo y comunismo, es el liberalismo económico impuesto por medios abiertamente dictatoriales y asesinos en un periodo en el cual el liberalismo político se demostró incapaz de contener al movimiento obrero. Es el orden burgués degenerando en la barbarie absoluta para protegerse a sí mismo de la amenaza proletaria y la ruina económica creada por sus propias dinámicas. Quien quiera profundizar en todo esto haría bien en leer The Apprentice´s Sorcerer: Liberal Tradition and Fascism, de Ishay Landa –cuya traducción sería un excelente regalo de reyes tardío—o El eclipse de la fraternidad de Antoni Domènech, este sí en castellano.
Mientras tanto, a los Musk y Weidel del mundo salo cabe recordarles que la mejor metáfora de la relación ideal entre el comunismo y el nazismo es la pistola con la que Hitler hizo estallar su propia cabeza con el Ejército Rojo a las puertas de Berlín.