El viernes 6 de junio el proletariado de Los Ángeles se alzó contra las redadas de una policía migratoria (ICE, por sus siglas en inglés) que Trump ha convertido en emblema de su proyecto de gobierno. Basta ver las imágenes para comprender quiénes son los protagonistas de los disturbios: los trabajadores migrantes, mayormente latinos, que malviven en los barrios obreros de la megaurbe, sometidos a los salarios de miseria, la irregularidad legal y la violencia policial sistemática; un crisol proletario proveniente de decenas de países que EEUU ha tratado durante largo tiempo como su patio trasero. Esta es la fuerza que ha dicho basta al terrorismo estatal representado por unas redadas que se internan regularmente en sus barrios para condenar a decenas de desdichados a la pesadilla de las deportaciones.
En respuesta, Trump ha dictaminado que la represión desplegada por la policía de los Ángeles no es suficiente. Decidido a convertir estos sucesos en un ejemplo de lo que sucede a quienes se oponen a su proyecto, el presidente ha desplegado a la Guardia Nacional sin el consentimiento del gobernador de California, convirtiendo los Ángeles en una zona de guerra y agravando la crisis constitucional larvada que atraviesa hoy el Estado norteamericano. Antes de ayer se les sumaron 700 marines y otros 2000 agentes de la Guardia Nacional, mientras Trump definía el conflicto como una invasión por parte de un enemigo extranjero, calificaba la ciudad de “basurero” y el alcalde Demócrata declaraba el toque de queda. Los Ángeles es hoy, por tanto, el escenario privilegiado de la lucha de clases en EEUU; un campo de batalla que arroja a todas las fuerzas sociales a un combate donde está en juego el futuro inmediato de un imperio en crisis.
La primera de ellas es un trumpismo bajo cuya mareante pirotecnia retórica se esconde un proyecto cada vez más claramente definido: desmantelar, de forma gradual pero sistemática, el orden político que EEUU fuera construyendo durante el siglo XX sobre las bases republicano-oligárquicas legadas por sus fundadores. La clase dominante yanki fue conformando este orden en respuesta a la insurgencia obrera de comienzos de siglo, a la crisis política generada por el colapso económico del 29, a la pugna mundial contra el comunismo soviético, los movimientos por los derechos civiles de los 60, las grandes olas de protesta de comienzos de los 70 o las movilizaciones masivas tras la crisis de 2008. El resultado es una “Constitución mixta” en la cual la burguesía ejerce su dominio por medio de la “división de poderes”, el Estado de derecho –con todos sus habituales puntos ciegos cuando la preservación del orden lo requiere– y una serie de concesiones en términos de derechos políticos y económicos (sufragio universal, libertades sindicales, provisión pública de ciertos servicios, niveles mínimos de asistencialismo social, etc.). Si bien las clases dominantes americanas llevan 50 años socavando gradualmente este compacto, lo cierto es que cada vez más sectores de las mismas han perdido la paciencia ante una estrategia gradualista que se ha demostrado incapaz de revertir el declive imperial, y demandan soluciones más enérgicas. Mutatis mutandis, lo mismo se aplica a importantes sectores de las clases medias y muchos trabajadores desclasados (blancos en su mayoría), a quienes la decadencia económica de las últimas décadas ha lanzado a una espiral de empobrecimiento, incertidumbre y resentimiento reaccionario. Estos sectores anhelar sellar un nuevo “contrato social” con su propia oligarquía en clave chovinista y virulentamente anti-proletaria.
Trump, en otras palabras, representa a un bloque de clase para el que este orden ha quedado generalmente obsoleto. Su primer mandato combinó un autoritarismo creciente con el giro proteccionista y las concesiones masivas a la oligarquía en forma de bajadas de impuestos y desregulación económica, pero lo hizo de forma torpe y asistemática, desde una notable incapacidad para llevar adelante reformas decisivas que lo convirtió, a pesar de todos sus aspavientos, en un presidente débil. En este segundo mandato, nos encontramos a un trumpismo que no ha abandonado del todo su carácter errático, pero que representa un proyecto de clase más coherente y decidido –a pesar de sus innegables contradicciones internas, de las que el reciente cisma con Musk es solo una expresión. Hacia lo que apunta, esencialmente, es hacia un nacional-liberalismo autoritario, que podrá permitirse una cierta fachada “liberal” a la vez que consagra el despotismo abierto como forma de gobierno, priva a las masas trabajadoras –y especialmente a sus sectores más proletarizados– de cualquier derecho político o económico sustantivo, y entrega a la burguesía un escenario de barra libre. Parte de la apuesta es que el chovinismo imperial encargado de dar cohesión ideológica al conjunto sea complementado por un repunte económico impulsado por una política proteccionista que busca aumentar el peso de EEUU en el reparto del pastel de la plusvalía global. A día de hoy, los decididos avances de la Administración Trump en esta dirección, con la violación sistemática de leyes y resoluciones judiciales de la que el envío de la Guardia Nacional sin el consentimiento del gobernador es el último episodio, son pasos hacia una crisis constitucional abierta: un escenario donde la respuesta a la pregunta ¿dónde reside el poder? no pueda responderse por medio de formalismos legales, y dependa de la fuerza relativa de cada uno de los sectores en lucha abierta.
La segunda de las fuerzas en pugna es el liberalismo político representado por el Partido Demócrata, que amalgama a algunos de los sectores más notables y mejor asentados de la burguesía, a las capas medias profesionales y a una mayoría de la burocracia sindical. A la hora de combatir el trumpismo, este sector está estructuralmente maniatado por las muchas premisas de fondo que comparte con él. Ambos son defensores del orden burgués y el proyecto imperial norteamericano. Ambos ven en el Estado un aparato burocrático-militar que ha de garantizar ese orden: la división surge en relación a su forma. Complicando aún más el asunto, los Demócratas están también generalmente comprometidos con la erosión gradual de las concesiones políticas y económicas arrancadas o entregadas durante el pasado siglo, en tanto que agentes de una larga ofensiva burguesa que lleva desplegándose con intensidad variable desde 1970. De ahí que los Demócratas sigan fiándolo todo a la combinación del asedio judicial, donde confían en bloquear las medidas más lesivas de la administración Trump, la denuncia mediática y una cierta pasividad fundada en la esperanza de que los desvaríos trumpistas redunden en su éxito en las elecciones legislativas de mediados de legislatura. Una demanda y una carta firmada por sus gobernadores: esa ha sido, por el momento, la respuesta Demócrata al envío de la Guardia Nacional por parte de Trump –eso y una unánime condena de la violencia, Bernie Sanders incluido. El trasfondo de lo anterior es la inútil invocación de “la Constitución” como el Grial que derrotará el trumpismo, obviando que es la propia Constitución oligárquica americana –con su presidencia imperial, su todopoderoso Tribunal Supremo, su sistema electoral groseramente anti-mayoritario, su obscena sobrerrepresentación de los pequeños estados conservadores, etc.– la que ha hecho posible a Trump.
Sin embargo, episodios como el de los Ángeles son muestras que se existe otro combatiente potencial: el proletariado. En la medida en que no constituye una fuerza política unificada, el proletariado norteamericano no puede esperar convertir la crisis presente en una ofensiva por el poder. Pero sí puede comenzar a convertirse en tal fuerza abriendo un proceso de ruptura con el liberalismo de los Demócratas, respondiendo a la ofensiva trumpista no en nombre de “La Constitución” y la ley burguesa, sino de sus propios intereses, que solo podrán verse satisfechos en un orden político del todo diferente; reivindicando los derechos políticos como derechos para la lucha, reemplazando consignas amorfas como la “reforma del ICE” –que los Demócratas también han utilizado con gusto para las deportaciones—por la demanda de su abolición, junto al conjunto de fuerzas represivas, sustituyendo el imperialismo liberal por el internacionalismo que palpita en la solidaridad con Palestina, y el programa de la burguesía por un programa propio. Reestableciendo, en última instancia, la independencia política de la que carece desde hace largas décadas. Una fuerza así no solo podría convertirse en el más fiero enemigo del trumpismo –al que solo una respuesta activa de los trabajadores norteamericanos puede detener–, sino que es la única capaz en enmarcar esta lucha dentro de un proyecto general capaz de destruir las raíces podridas de las que emerge Trump, aquellas que Demócratas y Republicanos defienden por igual: el orden político y económico de la burguesía.