Antipolítica: Koldo, Ábalos y Cerdán

El caso Koldo, que en un principio parecía una trama de corrupción menor protagonizada por un chofer avispado, se está poniendo cada vez más interesante. Primero fue José Luis Ábalos, ministro de transportes, y recientemente ha salpicado a Santos Cerdán, una persona clave del PSOE. Cerdán no solo era el responsable de la estructura organizativa del partido, sino que ha sido el encargado de negociar directamente con los socios de gobierno (Junts, ERC, Bildu, PNV…). Este mismo viernes policías de la UCO irrumpían en Ferraz en busca de más información, reviviendo viejos fantasmas. Unos fantasmas que, aunque invisibles por momentos, nunca se habían ido.

El tratamiento más común en torno a la corrupción distorsiona bastante la dimensión y las características del fenómeno. Parece que estando en una posición que les da acceso a todo tipo de recursos, algunos políticos sucumben a la tentación. Reforzado por los principales medios de comunicación, la corrupción se nos vende como una especie de pecado individual, muy abundante en el sistema político del estado español, pero básicamente eso: un error personal. Sin embargo, en el capitalismo la corrupción es justo lo contrario, es la forma estructural que adopta la política. En una sociedad que gira en torno al interés económico privado, en la que todo se puede comprar y vender, la voluntad del político no es una excepción. No debemos obviar que la principal forma en la que se subordina a los políticos a los intereses de determinadas empresas es completamente legal: puertas giratorias, lobbies encubiertos, presión de los medios de comunicación… El que tiene dinero, tiene influencia en la política.

Por eso, es un error analizar la corrupción como un problema exclusivo de ciertos partidos. La corrupción atraviesa de forma transversal a todas las formaciones que aceptan las reglas del juego del Estado capitalista. Claro, cuanto mayor es el poder institucional acumulado por un partido y más tiempo se lleva en él, mayor será el nivel de corrupción. En el estado español los dos grandes partidos que se turnan en la gestión del aparato de estado están directamente vinculados a las principales empresas capitalistas. Las actividades ilegales en las que se han visto envueltos tanto el PP como el PSOE y que han salido a la luz, han sido numerosas: la trama Gürtel, el caso Roldán, el caso Filesa, los ERE…

Considero que estos casos se hacen públicos dentro de una guerra de desgaste entre estos dos partidos. En un momento en el que la decadente política parlamentaria se está polarizando cada vez más, la corrupción es una acusación más para minar y, en la medida de lo posible, dejar fuera de juego al adversario político. Estamos viendo como el PP, utilizando su entramado de jueces, medios de comunicación e incluso los obispos, está haciendo lo posible por acabar con Pedro Sánchez. Una maniobra que ya se ha visto en otros países, utilizada tanto contra la derecha (Le Pen en el estado francés) como contra la izquierda (Lula en Brasil).

Este espectáculo de acusaciones cruzadas entre partidos corruptos fortalece un sentimiento antipolítico. Un hartazgo que escandaliza y preocupa a los partidos que se sitúan a la izquierda del PSOE, que se jactan de no tener ningún caso de corrupción. Sin embargo, sabemos de primera mano que en los puestos de gestión que tienen reproducen prácticas clientelares similares: no dudan en enchufar a amigos y cuadros del partido, financian sus chiringuitos, contratan a sus empresas… Tampoco dudan en prohibir el uso de espacios e infraestructuras públicas cuando se cuestionan sus decisiones o se organizan actividades que no encajan con su línea política.

Es normal que a los socialdemócratas les preocupe el hastío que siente cada vez más gente con la política, ya que aspira a reproducir esa misma política. Al igual que es normal que, manteniendo la prudencia que exige el momento, cierren filas en torno a Sánchez, ya que no ven una alternativa mejor. “Puede que el PSOE sea corrupto, pero es mejor que un PP corrupto”, pensará más de uno.

La antipolítica es, ante todo, un rechazo a la política burguesa: a la política como forma de ganarse la vida y menospreciar al resto, a la política como un espectáculo de marketing y grandilocuencia que no cambia nada, a la política como defensa del interés particular. En este sentido, los comunistas compartimos ese sentimiento antipolítico, porque nuestro modelo es justamente el contrario: una política militante, que ponga en el centro el bien común y que se base en el sacrificio de lo personal por el bien del proletariado.