Significar el antifascismo
Ophiocordyceps unilateralis es el nombre de un hongo cuyas esporas penetran en el exoesqueleto de las hormigas. Una vez dentro de la hormiga, el hongo crece y liberando ciertas sustancias químicas, controla el sistema nervioso y muscular de su huésped. A todas luces parece una hormiga, pero por dentro es el hongo el que guía su comportamiento. Bajo su influencia, la hormiga abandona la colonia, sube a una planta y con sus mandíbulas se aferra a una rama. Su mordida queda bloqueada y permanecerá así hasta morir de inanición. Tras la “mordida mortal”, el hongo crece dentro del cuerpo exánime del insecto, alimentándose de él, hasta que finalmente, brota una estructura en forma de tallo, la cual libera nuevas esporas que caen sobre otras hormigas y repiten el ciclo.
Como veis, yo también puedo seguir el estilo de los articulistas progres que introducen sus textos con datos aleatorios para dárselas de intelectual –de paso rellenar caracteres– y acto seguido, decir alguna sandez sobre el antifascismo. Yo me quedaré en el primer paso. Porque, volviendo a nuestra hormiga zombi, eso es lo que le pasaría al antifascismo si por la socialdemocracia radical fuera.
Tras las protestas frente a la Falange en Gasteiz, contra el acto de Vito Quiles en Iruñea o contra una empresa de desokupación en Vallecas, la primera respuesta de la socialdemocracia más a la izquierda –aunque sólo sea circunstancialmente– fue incluirse en el sujeto antifascista. Podemos o la Izquierda Abertzale salieron en tromba a congratularse por lo combativo de su “barrio” o su “pueblo”. Ciertamente, parecían hormigas. Pero, lo cierto es que las protestas en Euskal Herria no sucedieron gracias a ellos, sino a pesar de sus esfuerzos por desactivar y desmovilizar la calle. Si algo así fue posible es por la existencia de un espacio político que, no sin pocas dificultades, ha conseguido una pequeña parcela de independencia política. En cualquier caso, las protestas antifascistas sucedieron y fueron, sin lugar a dudas, exitosas: lograron cancelar el acto, romper la normalidad de una celebración fascista o simplemente, situar en el debate público la impunidad del fascismo y sus manifestaciones. Sobre este hecho político ya dado debía maniobrar la socialdemocracia. Algunos, como el PSOE celebraban los resultados pero rechazaban los medios y criminalizaban toda respuesta antifascista. Otros, como la Izquierda Abertzale, se ponían el traje de hormiga y vitoreaban los logros del pueblo vasco frente a las provocaciones españolistas. Este disfraz era necesario para performar el segundo y más importante de los actos: su significación del antifascismo.
Tras los habituales malabares entre desaprobaciones institucionales para contentar a la oposición y celebraciones en redes sociales para contentar a la base social más radicalizada, empezó a operar un discurso más sibilino. En sucesivas declaraciones caracterizarán estas protestas como improvisaciones irresponsables y a enfrentarlas a su verdadero antifascismo: “es una subcultura asociada a la masculinidad, el fútbol y los gimnasios”, “al fascismo no se le hace frente ni desde la improvisación, ni desde el individualismo ni desde las respuestas tácticas”, “Hay que ejercer un antifascismo institucional. Respuesta civil, masiva, plural y pacífica”etc. Sin abandonar la carcasa de la hormiga, y alimentándose aún de su cuerpo, el hongo pretende cambiar el comportamiento para que, finalmente, muera. Pero, ¿porqué defiendo que la significación socialdemócrata del antifascismo implica su muerte, y más importante aún, cómo evitarlo?
Para ejercer un antifascismo eficaz se debe combatir el fascismo tanto a nivel ideológico –marco cultural, político y estatal– como a pie de calle –desnormalización de las prácticas fascistas y coto a su impunidad–. La socialdemocracia no está en posición de combatir en ninguno de esos dos campos. En primer lugar, a nivel ideológico, combatir el fascismo es señalar el proyecto de la oligarquía occidental; el Estado Autoritario. Además, implica entender que para la consecución de dicho objetivo está surgiendo un nuevo movimiento fascista cuyo caldo de cultivo es la reacción. La socialdemocracia no puede dar la batalla ideológica hasta sus últimas consecuencias porque es partícipe –inconsciente e irracionalmente– de ambos procesos: implementa, junto al ala liberal, parte de la agenda de reformas autoritarias que allana el camino al Estado Autoritario, y como ha dejado la perspectiva de clase y acepta el orden burgués, se abandona por completo al marco irracional de la política, reforzando así el nacionalismo o el clasismo presentes en la reacción cultural de las clases medias. Dicho telegráficamente, son parte de la reacción y participan de las reformas autoritarias. Y en segundo lugar, no están interesados en formar una fuerza de choque capaz de poner coto a la impunidad del fascismo en las calles. Defienden una noción exclusivamente electoral del fascismo: el fascismo es eso que aparece cuando toca votarles a ellos o sino, no tiene demasiada utilidad. Además, el fascismo se combate por medios exclusivamente institucionales, ensanchando aún más el Estado. Los comunistas sabemos bien que el estado burgués es perfectamente compatible con el fascismo, que toda su arquitectura legal, judicial y policial están hechas para que éste se alimente de toda la impunidad de la que desee para crecer y se acomode perfectamente una vez ha crecido. Sabemos, también, que el fascismo actual crece gracias a un discurso anti-stablishment o antiparlamentario, que necesita de proyectar una imagen de fuerza, de lucha contra lo convencional y de compromiso. Esta imagen no puede romperse desde las instituciones –al contrario, la labor institucional podría incluso alentarla– sino desde un movimiento de masas que proyecte mayor fuerza. Se está dando una batalla por la moral, un pulso en la calle por ver quién tiene más fuerza; es el preludio para poder echarnos de las calles impunemente, por lo que debemos ganar este pulso y desmoralizarlos. Esto es lo que otros llaman “caer en provocaciones”.
Valga un ejemplo para ilustrar lo que digo: la alcaldesa del PSE en Gasteiz decía que “el fascismo no se frena con la violencia de grupos organizados” sino con las instituciones, y acto seguido anunciaba que retiraría el título de “padres de la provincia” a Franco y Mola, ostentado desde 1936. Casi 90 años y cuatro legislaturas en el Ayuntamiento con el PSE para que ahora, tras la “violencia de grupos organizados” se les ocurra cambiar algo así, mientras organizaciones fascistas campan a sus anchas. No se me ocurre mejor ejemplo para ilustrar lo efectivo del antifascismo organizado al margen de las instituciones y lo contraproducente del antifascismo electoralista.
En resumidas cuentas, la socialdemocracia no va a combatir el fascismo porque no puede debatir con él en términos racionales y porque no quiere ni puede pararle los pies en las calles. Aún así, trata de significar el fascismo de forma que le sea cómodo. Por eso, no podemos permitir que ni una de sus esporas penetre en las organizaciones revolucionarias. Debemos construir y atesorar nuestra independencia política, premisa fundamental de todo lo que hemos de construir: por un lado, debemos actualizar la táctica antifascista, convirtiéndola en un terreno para la agitación contra la oligarquía y contra todo el bloque histórico del capital al servicio de ella. Por otro lado, debemos poner las bases para construir un gran frente defensivo de clase que enfrente las reformas autoritarias del Estado, ya que de defender las opciones políticas del proletariado depende que podamos practicar el antifascismo. Esto es, debemos significar en antifascismo en un sentido comunista.