Donald Trump afirmando que el triunfo en la Segunda Guerra Mundial fue “gracias a nosotros, guste o no”; los Reyes de España acudiendo a la conmemoración en Mauthausen en honor a los más de 7.000 combatientes republicanos; Cayetana Álvarez de Toledo compartiendo un video del tataranieto de Churchill y describiéndolo como “héroe de la libertad”; Sortu publicando un cartel con la bandera Europea festejando el día de Europa… La historia pertenece a los vivos, y el mundo de los vivos sigue sumido en la encarnizada lucha de clases. Mientras nosotros sigamos en pie daremos la batalla por la memoria.
El 9 de mayo rememoramos el Día de la Victoria. 80 años desde que se derrotó a las fuerzas fascistas que sumieron al mundo en la guerra más cruenta que jamás había visto. La Gran Guerra languidecía en el recuerdo ante la extensión de la masacre, la destrucción y el horror de la nueva “guerra total”. Y este 9 de mayo, más que nunca, nos toca recalcar lo que debería ser indiscutible si partiéramos de un análisis histórico veraz de los hechos: el esfuerzo bélico de la Unión Soviética en la contienda superó con creces al de cualquier otra fuerza Aliada, y la victoria sobre el fascismo fue fruto de la acción combinada del Ejército Rojo y la resistencia partisana. Fueron los soviéticos los que mermaron las tropas alemanas en la batalla de Stalingrado y perdieron, sólo en esta batalla, más soldados que los estadounidenses en toda la guerra. Fueron los soviéticos los que liberaron 7 campos de concentración, llegaron a las puertas de Berlín y cuando la rata de Hitler acabó con su vida en el búnker, izaron la bandera roja en el Reichstag. Fueron los soviéticos quienes apoyaron la resistencia partisana en toda Europa; y fueron ellos quienes sufrieron la mayor pérdida de vidas humanas. 27 millones, el 13% de su población.
Sin embargo, desde que cayó Berlín empezó a operar la maquinaria del relato liberal. El mito de la liberación por obra de los Estados Unidos cogió fuerza tras la década de los sesenta, aun así, ya hizo sus pinitos mucho antes. De hecho, el lanzamiento de las dos bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki podría considerarse como la primera acción ofensiva de la Guerra Fría. Pese a que los nazis estaban derrotados y todo apuntaba a que los japoneses harían lo propio, el bueno de Truman no podía permitirse perder posiciones en el Pacífico, y mucho menos que los soviéticos aparecieran como los salvadores de Europa. Las dos primeras cabezas nucleares jamás utilizadas en la historia de la humanidad respondían a la necesidad de EEUU de ser él quien tenía la última palabra en la contienda y quien regiría el nuevo orden internacional. Muy a su pesar, en los años sucesivos a la Segunda Guerra Mundial, una gran parte del movimiento obrero –en Europa, primero y en la periferia imperialista, después– se hacía eco de la onda expansiva creada por la impresionante resistencia soviética y por la idea de un nuevo mundo sin opresiones: Churchill, ese “artesano de la paz” que tanto se había implicado en la guerra, perdió las elecciones estrepitosamente frente al Partido Laborista; en Italia el Partido Comunista de Togliatti subió como las espuma tras casi desaparecer; en Francia el Partido Comunista se convirtió en primera fuerza tanto en votos como en afiliación. Y fuera de Europa esas ondas crearon terremotos que habrían de sacudir el continente Asiático, el Africano y a Latinoamérica. Por todas partes, los pueblos oprimidos por el colonialismo encontraron en el socialismo la oposición a las potencias imperialistas y la posibilidad de un modelo de desarrollo económico alternativo. No es objeto de este texto analizar en qué medida y por qué todas esas experiencias no fueron finalmente exitosas –requeriría un análisis de posicionamientos estratégicos, de decisiones tácticas y de contingencias históricas– sino que expongo dichas experiencias para dar cuenta del impacto que el vigoroso ejemplo de la Unión Soviética y su lucha antifascista tuvieron sobre el movimiento obrero.
A medida que ese ejemplo perdía vigorosidad, pero sobre todo, a medida que la hegemonía estadounidense se extendía por el mundo a golpe de intervención militar y de muchísima guerra cultural, el revisionismo histórico del capitalismo liberal cobraba fuerza y servía para borrar el legado del comunismo durante la Segunda Guerra Mundial. Este relato no sólo trataba de disputar la medalla de ganador en la contienda a la URSS, sino que con ello, pretendía establecer un marco de comprensión que determinara el escenario geopolítico ulterior y limitara las opciones de expansión política del comunismo: este es el marco de los totalitarismos. Colgar la medalla a los estadounidenses, era la operación necesaria para presentar la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría como un continuum que condensaba la oposición entre dos fuerzas históricas supuestamente antagónicas, el liberalismo democrático y los totalitarismos –tanto el fascismo como el comunismo–. Mediante esta operación se oculta la complementariedad entre liberalismo y fascismo, se niega el carácter intrínsecamente belicoso del capitalismo y, con mucho revisionismo, se trata de borrar toda huella de convivencia y colaboración con el fascismo. Nosotros no olvidamos: no olvidamos que iguales barbaridades por las que los liberales se escandalizaron en Alemania eran las que acometían ellos mismos en sus dominios coloniales; no olvidamos que empresas estadounidenses como Ford Motor Company financiaron el régimen nazi; no olvidamos que Churchill dijo “Se puede no sentir aprecio por Hitler y, sin embargo, admirar su logro patrio” y sobre Mussolini “(…) el más grande hacedor de leyes entre los hombres, ha ha demostrado a todas las naciones acosadas por el socialismo y el comunismo que existe una salida”; y no olvidamos el colaboracionismo del Gobierno francés y su intento de glorificarlo construyendo un relato hiperbolizado de la resistencia francesa.
No podemos olvidar todo ello porque tiene implicaciones actuales. Sobre ese marco falaz que enfrenta liberalismo y totalitarismo se erigen nuevas narrativas que acomodan la realidad a intereses particulares. Tenemos a los yankees que nos hablan de que “los Estados Unidos han proporcionado un paraguas de seguridad global que ha creado la mayor era de paz y prosperidad que el mundo ha visto”, para justificar que rompen el tablero de las normas internacionales que hasta ahora les habían beneficiado. Tenemos, por la otra banda, a una Unión Europea amnésica y lobotomizada, que este 9 de mayo celebra el día de Europa y trata de convencernos de que la Unión es el vergel de libertades democráticas y su rearme la única garantía de paz. Alguien debería recordarles a lo que condujo el rearme en el siglo XX, e ilustrarles por qué y cómo surgió la propia Unión.
Hoy más que nunca reivindicamos el Día de la Victoria. Reivindicamos el papel protagónico de los comunistas en la lucha contra el fascismo no sólo por una cuestión de justicia histórica –que también– sino porque de ello depende que hoy puedan articularse las fuerzas políticas necesarias para hacer frente al fascismo y a la guerra imperialista.